El bostezo universitario
Por José Darío Arredondo López /
Dossier Politico
Cada cuatro años, desde que se implantó la ley 4 (Orgánica de la Universidad de Sonora, llamada también Ley Beltrones), se observan curiosos movimientos entre las parvadas grillas al interior del Campus, que insinúan un cierto residuo democrático aunque sus características apuntan más bien al acarreo y al palerismo tan socorrido en las esferas del autoritarismo legislativo panista de los últimos tiempos. Cada temporada de “elección de rector” supone un gasto de saliva, tinta e histrionismo que se despliega por pasillos, oficinas y cubículos, así como por antros, lugares de moda y medios de comunicación de alcance local y regional. Los esfuerzos desplegados no son, ni por asomo, producto de convicciones académicas sino de motivaciones más vulgares: cumplir con encargos, encomiendas, misiones o consignas ligadas estrechamente a la pedestre versión universitaria del acarreo que la gente grande practica en los espacios de corrupción político-electoral a que el sistema trata de acostumbrarnos.
Las huestes de jilgueros universitarios alineados se lanzaron a convencer a otros de apoyar a “su” candidato a rector, porque habían recibido el honroso encargo de llamar a cuates y compañeros de andanzas burocráticas a “hablar a favor de…”, que es, para cualquier efecto, “el bueno”; pero, ¿quién ha dicho que la comunidad universitaria participa en el proceso de elección del rector? Nadie que conozca mínimamente la legislación universitaria vigente.
Tan peculiar actividad fue desplegada en la etapa de “auscultación” que realizó la Junta Universitaria (sic) mediante convocatoria interna que fue recibida como un decreto que debe cumplirse hasta la ignominia. Así las cosas, se puso en la página de la institución una liga para que quienes estuvieran interesados “sacaran cita” para hablar a favor de alguno de los candidatos registrados ante ese cuerpo.
El ejercicio, más mediático que democrático, contribuyó a abrir un tanto más la llaga de la ignominia que sufre la comunidad universitaria de ser marginal en su propia casa. Sucede que esta neurona social llamada universidad no tiene vela en el entierro en eso de elegir a sus autoridades. Los universitarios son, para cualquier efecto, menores de edad electoral y carecen de toda capacidad de decisión en los asuntos importantes de su casa de estudios. Así pues, lo mismo da que sea un aspirante interno que externo, por lo que no hay compromiso real con la comunidad que supuestamente representará, sino simplemente llenará las formalidades del caso y quedará en manos del órgano electoral que es la Junta Universitaria. En este sentido, resulta ociosa cualquier alusión a “campañas” por la rectoría, ya que únicamente a quienes tienen que convencer son a los integrantes de la citada Junta.
La pregunta que surge es ¿para qué tanto esfuerzo? ¿Para qué hacer el papel de acarreado ante un grupo de personalidades que bostezan cuando no ríen tras escuchar los argumentos a favor de tal o cual “candidato”?
Al parecer, los universitarios siguen con la inercia de los procesos sucesorios de la década de los 80, cuando sí tenían voz y se les reconoció voto en la elección de rector, lo que terminó con la imposición de la actual ley orgánica que es, entre otras cosas, un monumento a la burocratización y al autoritarismo. La actual Universidad de Sonora es un ente paraestatalizado que niega su carácter autónomo en cada una de las decisiones que toman sus autoridades, de ahí que la simulación democrática resulta inquietante por su incongruencia con la realidad que configura el actual marco normativo. La auscultación es demasiado parecida a la vieja “consulta popular” porque simula interesarse en las demandas ciudadanas para, al final, imponer el proyecto previamente concebido.
Lo que se debe entender es que a partir de la ley 4 la UniSon se ha visto en un proceso gradual de changarrificación que abarca todas las esferas de su actividad. Por ejemplo, ahora los académicos dependen de la llamada tortibeca para compensar la pérdida de su capacidad adquisitiva vía salario. La tortibeca consiste en acumular un determinado número de puntos en una escala de méritos ligados a una idea de “productividad” para traducirlos en salarios mínimos, con lo que se compromete la calidad académica en aras de cubrir cuotas de puntaje a cambio de algunos pesos adicionales al salario. Así, la lucha por obtener mejores condiciones laborales y salariales pasa por la acumulación de papeles intercambiables por migajas, por la subordinación vergonzosa a los requerimientos de una calidad que viene dictada por políticas educativas ajenas a las necesidades formativas reales de los estudiantes, pero diseñadas conforme los compromisos que hace el gobierno de acatar los modelos propuestos por los organismos financieros internacionales.
La alegría de enseñar y de aprender pasa por el filtro de los formatos y las prácticas de la subordinación ideológica y política operativizadas en la estructura del currículo, deformándolas y convirtiéndolas en una faramalla triste, burocrática y perversa, que compensa la simulación mediante “estímulos”. La vida cotidiana de las universidades se ve pautada por rituales huecos en los que el bostezo es una reacción a la cortedad de miras y ausencia de aliento transformador.
En la Universidad de Sonora se aprestan para designar rector un pequeño grupo de notables, por encima y a distancia de la comunidad que, cuando mucho, “participa” en el ritual auscultatorio con una opinión carente de espontaneidad, aburrida hasta el tuétano por la certeza de que la línea ya está dada, que las palabras y los enojos sobran en un ambiente signado por la verticalidad y la opacidad. Pero son cosas de la ley orgánica vigente. Otra cosa sería adjetivada como anarquía y ¡Dios nos libre!
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