Heribertito el Globo Rojo
Heribertito era un don nadie. Cuando entraba a un cuarto se convertía en mueble. En las oficinas se convertía en escritorio o silla. En los restaurantes: en mesa, mantel o salero. De tal manera que nunca nadie lo notaba.
Heribertito era transparente. La gente podía ver a través de él. Por eso, cuando aparentemente alguien le saludaba o le sonreía, Heribertito sabía de inmediato que no era él sino a alguien que, seguramente, se encontraba detrás.
Esto al principio le causó decepciones, ya que le hizo abrigar esperanzas de ser repentinamente algo o alguien. Pero Heribertito era nada.
Tenía 28 años de edad y hasta donde podía recordar, nunca había figurado. Cuando su madre supo que estaba embarazada de Heribertito, tomó hierbas y compositrina inútilmente. Después, junto con su comadre Marcela visitó a la partera, pero ésta no quiso arriesgarse provocando un aborto porque ya habían pasado más de tres meses de tomar ruda y compositrina sin resultados. Así, entre pujos, gritos y una que otra maldición, nació Heribertito en décimo parto.
-Otro cabrón-, exclamó su padre, abriendo un bote de cerveza y se olvidó de él para siempre.
Heribertito siempre usó la ropa de sus hermanos. En la escuela se convirtió en mesabanco de atrás. En el recreo, era árbol o bebedero de agua. Para su maestro era el número 32 y la lista se terminaba en el 31.
La boleta de primaria la recibió tarde porque nadie se acordó de él en el momento de elaborarlas. En la secundaria tampoco se fijaron en él y en la preparatoria fue un bulto borroso. Finalmente terminó la carrera de “QB” por que nadie notó cuando la empezó. Sus calificaciones fueron medianas y ninguno de su generación lo recordaba.
Se casó, por que L - su esposa -, dijo que prefería casarse con cualquiera antes que quedarse para vestir santos.
En la política encontró acomodo de inmediato. Actuaba de comparsa. Era un bulto más alrededor y no representaba ningún riesgo potencial de competencia. Ocupaba discretamente un lugar en el espacio y procuraba respirar lo más silenciosamente posible.
Entraba a los locales pidiendo disculpas por vivir. Cargaba el portafolio “del señor”. Volteaba las hojas durante los discursos y como a él nadie lo notaba, el efecto era mágico.
-Heribertito- le ordenaba “el señor”-, lleva a la señora de compras y te quedas cuidando a los niños. Como Heribertito era nada, la señora iba segura de compras porque iba acompañada pero sola y los niños estaban seguros, aunque no pudiera decirse que estuviera alguien con ellos.
A Heribertito jamás se le veía afocado. Era un bulto borroso que se ve a los lados de lo que estamos mirando, que casi no se mueve o uno cree haber visto.
Cuando se decía: Ví a Héctor, creo que venía con otro. El otro era Heribertito.
-Eran dos o tres-. El tres era Heribertito.
Cuando acompañaba a alguien, la gente recordaba después que ese alguien andaba solo. Cuando hacía algo junto con otro, el otro decía: Ya lo hice. Si llegaba o se iba con alguien, el alguien decía: - Ya llegué o ya me voy.
Los que atendían al público en las ventanillas, aprovechaban cuando a Heribertito le tocaba su turno, para cerrar. Los que se metían a la fila, lo hacían siempre enfrente de Heribertito y si se quedaba solo en una sala de espera, la recepcionista decía que ya no había nadie.
Todo esto fue factor determinante para lo que pasó después: Cuando el Consejo de Privilegiados decidió entregar el Globo Rojo y la noticia se supo, todos aquellos hombres brillantes e inteligentes que se sentían merecedores del Globo Rojo, se lanzaron a capturarlo. Como eran tantos y se creían tanto, se entabló una lucha tremenda. Primero de caballeros, pero después de villanos. Los observadores tomaron partido y el problema parecía crecer, por lo que el Consejo de Privilegiados decidió que lo mejor era no dar el Globo Rojo, por que nadie era merecedor de él. Como Heribertito era nadie, se quedó con la presea.
De hecho, nadie notó a Heribertito cuando recibió el Globo Rojo por que nadie lo había visto antes. Hasta los esforzados aspirantes sintieron alivio, porque razonaron que era mejor que el Globo fuera de nadie y no de un enemigo.
Pero Heribertito infló muchísimo su Globo Rojo y las cosas cambiaron. La transformación fue total porque nadie puede dejar de notar el color rojo y menos en un balón. Y Heribertito se convirtió en un balón rojo. No era así en realidad: el Globo Rojo era globo y Heribertito era nadie; pero, la gente se empeñó en convertir a Heribertito en globo. Por que así es la gente.
Desde entonces se convirtió en Don Heriberto, el brillante, el inteligente, el distinguido...
Y todas las gentes que rodeaban siempre a los globos rojos, lo adoraron. Miles de Heribertitos lo rodearon. Heribertito tuvo sus propios Heribertitos para su uso cotidiano. A partir de entonces, primero le llamaron Heriberto y después simplemente Rector.
Cuando hablaba, todos estaban pendientes de sus labios. Analizaban sus palabras y organizaban mesas redondas y foros para buscarle interpretación a lo que decía. Sus conclusiones sorprendían al mismísimo Heribertito.
Todos los que no pensaban como él, se convertían en pendejos a secas.
Heribertito se asombraba de sí mismo porque cada día descubría nuevas genialidades que brotaban de su mente. Así, usaba las tardes para analizar lo que decía por las mañanas. Después, comparaba sus conclusiones con aquéllas que hacían los periodistas y llegaba a verdades supremas. Decidió que debía vigilarse a sí mismo. Estar pendiente de sus palabras y sus pensamientos para poder analizarlos y poder llegar al fondo de sus intenciones. Cada día se sorprendía más y más a sí mismo.
-Algo debo de tener- pensaba-, cuando he llegado hasta donde estoy, porque no cualquiera llega. Algo debe de haber especial en mí. Tanta gente no puede estar equivocada.
Jamás cometía errores, todos estaban de acuerdo en esto. Siempre tenía la razón y se acostumbró a sorprender con su increíble inteligencia. Aprendió a dosificar su genio y a tener expresiones de paciencia ante tanto y tanto pendejo que existía y tantas y tantas pendejadas que decían o hacían. Por que sólo él tenía la verdad suprema y el justo balance. Se sintió Dios y como Dios, fue bueno, comprensivo, paciente y hasta humilde cuando era necesario. Sufrió por los pobres cabrones que no estaban dotados como él y sintió que era su deber pensar por ellos, para protegerlos.
Y también, se sintió amado. Sabedor de que todos lo observaban procuró expresar su bondad y su genio en el rostro y en sus movimientos. Entrecerraba los ojos en actitud de autoanálisis y moduló sus palabras para darles intención. Acentuó las eses y aprendió a mover las manos para enfatizar sus palabras.
Prefería no dormir para no perder tiempo y gozar sus genialidades. Comprendió que se debía a su público y se entregó. Hasta llegó a envidiar a los demás por tenerlo a él.
En ocasiones, el Globo Rojo le quitaba un poco la atención de su público, cosa que al principio comprendía y aceptaba. Pero, con el tiempo cambió y hasta empezó a odiar al globo rojo, por que dentro de su grandiosidad, sentíase un poco humillado por haber tenido que recurrir al globo rojo para demostrar su genio. Ahora que todos le reconocían, el cargar con el globo denunciaba su debilidad inicial. Y los Dioses no tienen debilidades, ni siquiera iniciales.
Así, vigilaba a todos sus Heribertitos tratando de descubrir entre ellos a alguien que mirara el globo. Pero nadie lo hacía. Parecía, de hecho, que el globo no existía. Concluyó que todos lo amaban a él y que nadie recordaba ni siquiera al globo.
El Globo Rojo era pues una circunstancia, un accidente sin importancia. Por eso, decidió Heribertito que el Globo Rojo era ya inútil. Inútil y además estorboso.
Casi se alegró cuando el Consejo de Privilegiados se lo quitó años después. Heribertito entregó el Globo Rojo con gran solemnidad y se sintió liberado.
A partir de entonces adoptó una actitud de beatitud, de nada ignorar, de suprema grandeza.
Se retiró a gozarse a sí mismo y a recibir homenajes.
Los primeros días en que nadie lo tomó en cuenta, pensó que se debía a la sorpresa natural del cambio. Como no tenía su habitual auditorio, optó por no hablar para no desperdiciar sus palabras y como nada decía, tampoco podía analizar sus conceptos.
Después, cuando sus antiguos aduladores lo criticaron y se burlaron de sus sabias palabras, Heribertito se consoló un poco porque siquiera lo tomaban en cuenta. Pero, más tarde, Heribertito volvió a ser Heribertito. Cuando entraba a un cuarto se convertía en mueble. En las oficinas se convertía en escritorio o silla. En los restaurantes: en mesa, mantel o salero. De tal manera que nunca nadie lo notó.
¿Quién fue?
¡La Raza!
Se publicó cuando a Heribertito le dieron el título de “maistro”.
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