Una Unison envejecida ignora los verdaderos retos
Imanol Caneyada /
Primera Plana
Cada año, al llegar el mes de mayo, el fantasma de la huelga comienza a rondar los pasillos de la Universidad de Sonora. El rumor suele iniciar alrededor del mes de febrero, cuando se instala la mesa negociadora para revisar el contrato colectivo que la institución tiene con los trabajadores, agrupados en dos gremios, el de los académicos y el de los empleados.
Prácticamente, cada año (en los últimos cuatro han estallado tres huelgas) las banderas rojinegras terminan ondeando en el antiguo edificio y el paro de labores afecta a los estudiantes durante dos, tres, cuatro y hasta seis semanas, como la de 2009, considerada la más larga de los últimos tiempos.
Es una costumbre igualmente que la sociedad sonorense se polarice al respecto y el encono se manifieste en las redes sociales a través de insultos, sentencias implacables y señalamientos que nunca contribuyen a mejorar la situación.
Este año, además del tira y afloja habitual, la huelga se ha topado con un factor nuevo: el hecho de que la oferta de rectoría, para que se cumpla, pasa por la aprobación del presupuesto en el Congreso del Estado y las consiguientes partidas destinadas a la institución educativa que acoge al 40% de los estudiantes de educación superior en la entidad; aspecto que, a raíz de la coyuntura electoral, no tiene visos de arreglarse hasta pasados los comicios.
En el centro de la discusión entre autoridades y trabajadores universitarios siempre están las mejoras salariales y las prestaciones consignadas en el contrato. En una sociedad en la que casi 50% de la fuerza laboral lo hace sin contrato ni prestaciones, las exigencias de los empleados universitarios suelen sonar a privilegios desorbitantes. En una sociedad en la que la clase política percibe honorarios más allá de lo inimaginable sin necesidad de que rinda cuentas (por ejemplo, los legisladores, incapaces de cumplir con una de sus tareas más importantes, aprobar el presupuesto), los reclamos del STEUS y el STAUS suenan perfectamente legítimos.
Apáticos, indiferentes, inmersos en preocupaciones que poco tienen que ver con el consuetudinario conflicto, los estudiantes, aparentemente la razón de ser de la universidad, asumen la huelga como unas vacaciones forzadas a la que no le hacen mala cara.
Salvo los grupúsculos que toman partido por uno u otro bando, la mayoría de los alumnos de la Unison observa el enfrentamiento desde lejos, consciente de que para ellos no habrá mejoras de ningún tipo después de que las banderas rojinegras dejen de ondear.
Los esfuerzos del personal académico por ganarse el favor del alumnado para su causa, en términos generales, han fracasado.
El principal obstáculo que el STAUS enfrenta es, paradójicamente, el concepto tan pobre que los estudiantes tienen de sus maestros.
Es muy común que el estudiantado (y aquí hay que señalar que en cada carrera existen honrosísimas excepciones que los alumnos respetan y veneran) perciba a sus profesores como personas indolentes, faltistas, que no preparan sus clases y que no respetan su inteligencia.
Al sumergirse en los pasillos de la Universidad de Sonora y entablar diálogo con los estudiantes, lejos del temor a la represalia de la calificación o la pérdida de la beca, es frecuente escuchar quejas porque los maestros llegan tarde o no llegan al aula, porque no cumplen con el programa de estudios, porque no tienen el dominio de la materia y porque son arbitrarios a la hora de aplicar la autoridad que la cátedra les confiere.
De esta forma, el estudiante promedio de la Unison ha aprendido a navegar en medio de muchas taras que rara vez son el centro de la discusión, aceptarlas como un hecho inamovible y conformarse, al final de la carrera, con un título que, tal vez, les permita acceder a un puesto de trabajo medianamente remunerado.
Pero hay una queja constante que puede considerarse como un denominador común de todas ellas: la avanzada edad de los profesores que imparten cátedra, un problema que aumenta cada año y que ninguna huelga podrá solucionar en el corto plazo.
Nadie quiere jubilarse
En la investigación realizada en 2009 por los académicos de la Universidad de Sonora José Raúl Rodríguez Jiménez, Laura Elena Urquidi y Guadalupe Mendoza, titulada “Edad, producción académica y jubilación en la Universidad de Sonora”, se señala lo siguiente:
“Este conjunto (el de los académicos de jornada completa) está integrado por mil cinco profesores, 68% varones y 32% mujeres, incluso la participación femenina decrece tres puntos porcentuales si se compara con el total de la planta. El grueso de estos académicos está viviendo su cuarta o quinta década de vida; 47.7% de ellos se ubican aquí. En cambio, es poco frecuente hallar jóvenes, entre los 20 y 30 años de edad, únicamente se encuentran 0.39% de profesores. En el otro extremo, los de mayor edad, encontramos también un proporción pequeña, 10.4% cuenta con más de 60 años. La distribución de edades en los profesores de jornada completa marca una diferencia con respecto al total de la planta académica, sobre todo porque los jóvenes (aquellos con menos de 41 años) disminuyen su participación 14 puntos porcentuales, mientras que los maduros (entre 41 y 60 años) ganan 12”.
Las consideraciones finales de la investigación son realmente preocupantes:
“En la actualidad, el envejecimiento de la planta académica en la Unison no representa un problema mayor. Sin embargo, en diez años más un número considerable de profesores arribará a su sexta década de vida; para 2017, poco menos de mil tendrán 60 o más años de edad, sobre todo los de jornada completa. Si a ello se agrega que las condiciones para el retiro laboral conllevan pérdidas significativas en los ingresos que desalientan la jubilación, se podrían esperar diversos efectos para la academia y la institución. Por una parte, con base en la información analizada, es probable que este numeroso conjunto de profesores disminuya sensiblemente el ritmo de su producción, sobre todo en la generación de conocimiento nuevo. Por otro lado, resulta probable que los maduros experimenten un deterioro en su salud que les impida una dedicación plena al trabajo académico, además de que los costos de esta planta se elevarían notoriamente por concepto de primas de antigüedad ―en la actual legislación institucional, los profesores con más de 30 años de servicios reciben un complemento de 50% de su salario integrado―”.
La resistencia de los trabajadores académicos de la Unison a dejar de impartir cátedra cumplidos los años que les dan derecho a ello, tiene su origen en lo que el investigador del Colegio de Sonora, Nicolás Pineda, señaló hace ya dos años en su artículo “La bomba de la jubilación en la Unison”:
“Debido a las políticas de concurso y competitividad que se establecieron en el país hace más de 20 años, el sueldo de los profesores lo paga una parte la Universidad y otra parte viene de los estímulos que pagan la SEP y el CONACYT y que son conocidos como “tortibecas”. Este último ingreso se otorga en base a la productividad y méritos, sin embargo al llegar a la jubilación, se pierde todo eso. A esto hay que agregarle que la UNISON ha pagado al ISSSTESON fondos reducidos de jubilación. De modo que si un profesor se jubila, sus ingresos se ven reducidos a mucho menos de la mitad. Esto hace que nadie se jubile y no haya actualmente rotación de profesores, con el consecuente efecto de envejecimiento de la planta docente”.
El investigador del Colson pintaba la bomba de tiempo en que se ha convertido el problema del retiro en las universidades públicas y que la ANUIES (Asociación Nacional de Universidades e Institutos de Educación Superior) ya veía venir desde hace una década. En 2002, junto con la SEP, realizó un estudio sobre el futuro de las pensiones y jubilaciones en las universidades públicas y las conclusiones eran alarmantes:
“De solo considerar a las 30 universidades valuadas por la ANUIES, el valor presente de los derechos ya adquiridos por la generación actual, por concepto de pagos únicos y de pensiones, está considerado en 77 mil millones de pesos de 2000, que equivalen al 1.3 por ciento del PIB nacional. Si no es realizada una reforma estructural, debe agregarse al pasivo que generará el personal que se incorpore en el futuro, alrededor de 125 mil millones de pesos”.
Es decir, que la jubilación se ha convertido en el verdadero reto de la universidad pública, incluida la Unison, pues, por un lado, las pobres condiciones de retiro impiden que se renueve la planta docente, y por el otro, el costo para la institución por concepto de pensiones es altísimo, lo cual no permite que se invierta el presupuesto en otras áreas que mejorarían la calidad educativa, problema que nadie ha sabido resolver de momento.
En 2011, la Comisión Mixta de la Universidad de Sonora para el Estímulo a la Jubilación lanzó una convocatoria en la que establecía:
“A los académicos de tiempo completo que opten por la jubilación se les otorgará, adicional a las prestaciones que le corresponden según el Contrato Colectivo de Trabajo, la cantidad de $200,000.00, pagaderos junto con el finiquito”.
En el caso de los maestros por asignatura, el estímulo variaba de los 200 a los 100 mil pesos, dependiendo del nivel: D, C, B, A.
La convocatoria no fue muy exitosa.
Mientras tanto, las puertas de la Máxima Casa de Estudios continúan cerradas por un conflicto que está muy lejos de abordar los graves retos que enfrenta en un futuro que ya nos está alcanzando.
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